Como
bien saben los amantes del cine bélico, la película Master & Commander es una de las grandes obras del
género, entre tantas otras cosas, por un desenlace espectacular [atención, spoiler]: durante las guerras
napoleónicas, el Capitán de fragata británico Jack Aubrey, acorralado en alta
mar por una nave francesa más poderosa y veloz, decide emprender una última acción
militar, muy arriesgada, y a la postre decisiva….
La
estrategia del Capitán se inspira en las conversaciones que mantiene con el
cirujano y naturalista de la nave: al igual que los fásmidos (los insectos palo) se ocultan confundiéndose
con la vegetación en la que habitan, la fragata ha de confundirse con un barco
ballenero, presa fácil para la poderosa nave francesa, que se acercará
demasiado asumiendo un botín fácil y perderá su ventaja: la mayor velocidad de
la nave y el alcance de sus cañones. Dejo al lector imaginar (o deleitarse
recordando) el desenlace, acompañado con música de Boccherini.
Siendo
una estrategia de éxito, uno no tiene por menos que esbozar una sonrisa al
encontrar fásmidos en el periodismo actual, estrategias comunicativas de
camuflaje con intenciones menos nobles, pero igualmente eficaces en la guerra
propagandística.
Jorge San Miguel me envió hace unos días un artículo
del magazine Jot Down: “Guía para hacer un reportaje en
Palestina”.
El texto pretende ser una guía para el joven periodista que decide hacer su
primer reportaje. Sin embargo, el lector
pronto se da cuenta de que en realidad la supuesta guía no es sino un recurso
literario, aderezado aquí y allá con unas cuantas anécdotas, para reivindicar
la importancia de que se siga informando sobre Palestina, un tema que “ya no
vende”.
Una
segunda lectura, animada por el espíritu crítico, ayudaría al lector a
percatarse de que, detrás de un artículo interesante, en esencia, se esconde un
compendio de historias y anotaciones lacrimógenas descontextualizadas, ocultas
tras una mirada cínica sobre la actuación para con los medios de las víctimas
palestinas. Mirada que es intensa al principio y se va desvaneciendo conforme
pasan las líneas, al contrario que la violencia de las historias.
El
problema está en esa segunda lectura que nunca llega. Porque, y aquí hay que
reconocer la habilidad del autor, el texto parece a todas luces una seria e ingeniosa
reivindicación de la difícil situación que viven los habitantes de Cisjordania
bajo la ocupación israelí. Es una pena, porque en realidad se trata de una
estrategia discursiva ideológica, sesgada, que descontextualiza deliberadamente,
informa parcialmente y evita cualquier explicación general de la situación. Y
lo hace además de la manera más dañina y perniciosa posible para el periodismo:
a través de historias y anotaciones melodramáticas más propias de un programa
de sucesos, que buscan la lágrima fácil y apelan al sentimentalismo barato.
Historias maniqueas en las que hay malvados y hay víctimas. Y las víctimas no
pueden hacer nada malo, al menos nada de lo sean finalmente responsables.
Para
cuando el lector se quiere dar cuenta (si es que eso ocurre), el autor ya lo ha
engañado, ha abordado su nave y se ha llevado el botín. La capacidad de defensa
y de análisis crítico ha quedado nublada por una borrachera de sentimentalismo
reivindicativo, y cínica equidistancia. El autor lo sabe, y se aprovecha.
Contra Israel, todo vale.
En un
tiempo en que los fisking han caído en desuso, hasta el extremo de
resultar algo ciertamente demodé, me voy a permitir hacer una serie de
aclaraciones no sistemáticas que pongan de relieve la particular estrategia del
artículo de marras.
Nacho
Carretero (hasta ahora, “el autor”) comienza su paseo literario por Cisjordania
en el muro, camino de Belén (“con sus
heladores bloques de hormigón de cinco metros de altura segregando dos pueblos
y alimentado el desconocimiento entre ellos”). Es difícil hablar de
segregación y desconocimiento cuando más de un millón y medio de ciudadanos de Israel son palestinos, el
20% de la población. De hecho, el árabe es una de las lenguas oficiales de
Israel. Antes al contrario, la sociedad israelí convive con ciudadanos árabes
desde su nacimiento. Ciudadanos –huelga decirlo- que gozan de plenos derechos
en condiciones de igualdad con cualquier otro israelí, tal y como garantiza una
democracia parlamentaria. No obstante, no me resisto a anotar que la frase está
cargada de ese idealismo vacío que a todos emociona en boca de John Lennon:
toda frontera “segrega a dos [o más] pueblos, alimentando el desconocimiento
entre ellos”. Pena, el mundo está repleto. Imagine there’s no countries, y tal.
Para
colmo “el muro” no es una frontera, como han aclarado hasta el hartazgo los
gobiernos de distintos colores de Israel. Es una barrera de defensa. Y tampoco
es un “muro”. Es una valla metálica en un 95% de su
trazado.
Sólo en zonas excepcionalmente vulnerables a los disparos de bala y mortero se
han levantado bloques de hormigón.
Pero el
elemento clave de la narración y común denominador de todo el artículo es que
el muro, como cualquier otra cosa, acontece en un vacío. No hay contexto. Sabemos
que es “helador”, que en él “se agolpan los vecinos de Belén y Ramala
para ir a trabajar”, pero no parece necesario explicar cuándo, cómo o por
qué se construyó (y yo que creía que la primera lección del periodismo eran las
cinco uves dobles. Ingenuo).
Conviene
saber que en el año 2000, tras el rechazo palestino de la propuesta de paz del gobierno de
Israel
en Camp David, comenzó la segunda Intifada. Uno de los fenómenos más crueles y
sistemáticos aparejados al levantamiento fueron los atentados suicidas. En 2002
se producía de media un atentado suicida cada dos semanas. Los ataques
terroristas mataron a 452 personas ese año. Israel decidió construir una
barrera de seguridad para detener los atentados. En 2010 nueve personas murieron por
ataques terroristas.
El
propósito de la barrera es sólo y exclusivamente salvar la vida de los
ciudadanos israelíes, y es increíblemente eficaz. En 2004 el Tribunal Supremo
de Israel, única autoridad legal competente, determinó que la valla es legal. La ruta ha sido revisada al menos en dos ocasiones para evitar causar
un daño desproporcionado a los habitantes de Cisjordania, mismos que pueden
apelar al alto Tribunal siempre que los estimen conveniente.
Una
última pincelada, para no dejar de señalar lo que una fecunda imaginación puede
hacer en pos de la causa. Nacho Carretero señala: “después de pasar el control donde tras
un cristal tintado sólo se oye la voz de un soldado israelí gritando en hebreo…”. Si no fuera porque hace poco estuve
recorriendo Cisjordania, y crucé precisamente por el Checkpoint de Belén o Gilo
no recordaría que el cristal no está tintado (puede comprobarse, por ejemplo,
en esta foto). Tampoco me gritaron. Me hablaron en inglés, no en
hebreo. Pero coincido con el autor en que, una experiencia larga y tediosa, muy
similar al control de seguridad de un aeropuerto, resulta mucho más aterradora
con una voz misteriosa tras una luna tintada. Aunque sea mentira.
Horas de cola
que separan al mundo desarrollado de la pobreza. “Eso no pasaba cuando Jordania
ocupaba Cisjordania” dirán los nostálgicos. Melilla on my mind.
Más adelante,
el autor se mete con los permisos de residencia y el término municipal de
Jerusalén. Siempre pasando de puntillas, claro. Ya se sabe que los editores “no
compran” esta información. En teoría tampoco compran las historias
melodramáticas, pero por alguna misteriosa razón se extiende a placer en unas y
no en otras. Se le olvida señalar, por supuesto, que el gobierno de Israel ofreció la
ciudadanía israelí a todos los habitantes de Jerusalén Este tras la guerra de los seis días. Y los palestinos
la rechazaron en masa y por eso tienen estatus de residentes, con derecho a los
servicios municipales y al voto en las elecciones locales. Pero ese detalle
(clave) se omite porque las víctimas no pueden ser nunca finalmente responsables de las
consecuencias de sus actos. Eso sí que no vende.
Por cierto, si
el lector no es un gran conocedor de la historia del conflicto de Oriente Medio
se preguntará qué ocurrió en la guerra de los seis días y por qué Nacho Carretero no cree necesario
explicárselo al joven periodista que va a hacer un reportaje en la zona. No se
sienta mal, querido lector, yo también me lo pregunto.
Pero no nos
detengamos demasiado, que el autor todavía guarda munición pesada para el plato
fuerte: el capítulo sobre Hebrón.
Allí querido
lector se enterará de que hay varias “colonias” en la ciudad. Decir que se
trata de 500 personas entre 160.000 palestinos (sí, amigo, el 0,3% de la población) igual pone las
cosas en su justa dimensión, pero no dejes que una mala cifra estropee una
buena historia. Al fin y al cabo, ¿qué demonios hacen 500 judíos en Hebrón?
Algo me han comentado de que allí está enterrado Abraham, que por lo visto es
el fundador del budismo. También me han dicho que ha habido una comunidad judía
viviendo ininterrumpidamente allí desde hace 1000
años, hasta que
los palestinos la arrasaron en 1929, cuando todavía no existía Israel, ni había “ocupación”,
ni nada parecido. De hecho, al parecer, en los últimos 9 o 10 siglos el único
periodo en el que los judíos no han vivido en Hebrón fue de 1948 a 1967,
durante la anexión jordana de Cisjordania. Un lector avezado se preguntará
ahora: ¿si el 20% de la población de Israel es palestina, cuál es el problema
con que el 0,3% de la población de Hebrón sea judía? Pues es un problema: como
han declarado distintas autoridades palestinas, un eventual estado palestino negaría la
residencia o la nacionalidad a los judíos.
Nacho
Carretero recomienda darse un paseo por la “Mezquita
de Abraham (dividida en dos partes -musulmana y judía- “) El lector se
preguntará qué demonios hacen los judíos rezando en una mezquita. Para su
sorpresa, descubrirá que antes que mezquita, la “cueva de los
patriarcas” era y es un
lugar de culto hebreo, y que los judíos llevan rezando allí desde tiempos
bíblicos. Pero no nos perdamos en los detalles. Lo importante es señalar el
único y excepcional caso de un asesino judío matando arbitrariamente a un
número importante de palestinos. El hecho de que Baruch Goldstein hubiera sido
juzgado y encerrado de por vida por los tribunales israelíes de no haber muerto
linchado por una turba parece un detalle menor. Todo lo contrario, por cierto,
de lo que hacen los palestinos con sus “mártires”, en cuyo honor tienen
costumbre de poner el nombre a las escuelas
palestinas. Que los
palestinos tengan un track record “envidiable” de asesinatos
y violencia generalizada
contra los judíos en Hebrón es un hecho desdeñable. Si Israel despliega tropas
en el centro de Hebrón, debe de ser porque son muy malos, no porque la vida de
500 almas rodeadas de 160.000 palestinos corra peligro. Y, por supuesto, si
Israel separa a judíos y musulmanes con un cristal blindado en la cueva de los
patriarcas, es porque es un estado racista. Con lo fácil que sería emular a los
musulmanes y prohibirles el acceso.
Llegados a
este punto la carnicería y el sensacionalismo ya se han apoderado completamente del artículo (ejecuciones,
abortos, ácido, quemaduras) y me niego a seguir su descenso a los infiernos.
Tampoco entraré en la morbosa tarea de cuestionar los testimonios, aunque
demasiadas veces se hayan demostrado falsos.
Sí me detendré
un segundo en un comentario sobre la ONG Breaking
the silence. Un detalle innecesario para el aprendiz de reportero es que la
ONG es israelí. Es decir, que es la propia sociedad civil de una democracia parlamentaria
y garantista la que desempeña la tarea humanitaria. No voy a entrar tampoco en
el debate sobre la legitimidad y veracidad de testimonios en su inmensa mayoría
anónimos, porque sé que las intenciones de la ONG son buenas, y demuestran el
grado de salud democrática de la sociedad civil israelí. Dejo al lector que lea
lo que opina el
nada sospechoso periodista Amos Harel del nada sospechoso diario Ha’aretz sobre el
asunto. Bueno, dejo también este otro
artículo de regalo.
Nacho
Carretero dice que los testimonios de los soldados tratan, “sobre todo, [de] cómo son incapaces de contener la radicalidad de los colonos judíos que
atacan constantemente a sus vecinos palestinos”. A ver si lo he entendido
bien: el ejército y la policía de Israel es “incapaz” de controlar la
“violencia radical” de 500 personas, eso le genera un trauma a los soldados y
van a contárselo de manera anónima a un ONG. Vaya. Si no fuera porque estoy ampliamente
familiarizado con los testimonios de Shovrim Shtika (Breaking the silence es su
nombre en inglés) no sabría que “sobre todo” no hablan de su incapacidad para
contener residentes judíos en Hebrón. Dejo al lector que eche un vistazo por sí mismo. No vaya a ser que la realidad estropee
una buena parodia con colonos sanguinarios matando palestinos como colofón.
Dicho todo
esto he de aclarar que no simpatizo nada de nada con los habitantes de los
asentamientos de Hebrón. Pero esa es otra historia.
La única vez
que Nacho Carretero se mete en las procelosas aguas de la contextualización,
por desgracia, lo hace con esa sagacidad de tahúr con la que viene engañando al
lector desde el principio. Nos cuenta que “Cisjordania
está clasificado en tres zonas: A, B y C. Las zonas A suponen el 58% del suelo
y pertenecen a Israel. (…) Las zonas B están controladas militarmente por
Israel y civilmente por Palestina. Las zonas C (apenas algunos núcleos urbanos)
están bajo control exclusivo palestino”. Y con esa inquietud periodística
que le caracteriza, vuelve a dejarse las uves dobles en casa. Si hubiese
considerado importante hablar de la guerra del 67, o de Derecho internacional,
el lector sabría que Israel como potencia ocupante tiene la obligación de
gobernar el territorio (aunque Israel no se considera un potencia ocupante, lo
importante es que las reglas relativas al régimen de ocupación se apliquen. El
Tribunal Supremo de Israel ha supervisado la legalidad, de conformidad con el
Derecho internacional consuetudinario, de los actos legislativos adoptados por
las autoridades militares de Cisjordania) Y, sobre todo, que la división en
tres zonas se hizo de mutuo acuerdo con los palestinos y que es uno de los
avances más significativos hacia la paz: Israel cedía soberanía a la Autoridad
Nacional Palestina para promover la declaración de un estado palestino
independiente. Son los famosos acuerdos de Oslo. Por supuesto, huelga decir que las tres zonas no
existirían y que en su lugar habría un estado palestino independiente si Arafat
no se hubiese negado a firmar la propuesta de paz auspiciada por Clinton en
Camp David. Pero eso es harina de otro costal.
No puedo dejar
de señalar que Nacho Carretero se lía, no sé si por limitado conocimiento de la
región, entre las áreas: la que él llama “A” es en realidad la “C”, y
viceversa. Pero la descripción de Nacho Carretero es elocuente no por sus
errores, sino por lo que deliberadamente oculta: dice que el 58% del suelo
“pertenece” a Israel (la zona A –en realidad C-). Lo que se le olvida es que
sólo el 4% de la
población palestina de Cisjordania vive en la zona C. De hecho, la Autoridad nacional palestina es
responsable del gobierno de los asuntos civiles del 96% de los palestinos de Cisjordania.
Y responsable de la seguridad, con una policía fuertemente subvencionada por
Israel, del 55% de la población.
Termina
apuntando que “los colonos, sin embargo,
pueden utilizar las grandes carreteras cerradas para los palestinos”. Lo
que nuevamente es, primero falso, y segundo, está descontextualizado. Es falso
porque un millón y medio de palestinos con ciudadanía israelí pueden circular
libremente por ellas. La restricción es para los coches con
matrículas palestinas.
Y, ¿por qué? Sencillamente, porque los tiroteos contra civiles israelíes desde
las carreteras se convirtieron en norma durante la segunda intifada.
Nuevamente, la intención de la prohibición es estrictamente salvar vidas. Se le
olvida comentar que hubo un tiempo, antes de la primera intifada, en que los
habitantes de Cisjordania circulaban libremente por toda la zona y también por
Israel. Y que las restricciones han ido aparejadas al aumento creciente de la
violencia de los palestinos contra los civiles israelíes en los últimos 20
años.
Pero queda un
último capítulo en nuestro curso de reporterismo: los refugiados. “Lo ideal es que acudas a Nablus (…) Hoy es
una ciudad fuertemente vigilada por el ejército israelí y popular por su
resistencia a la ocupación. Puedes pedirle a cualquier vecino que te conduzca
al campo de refugiados de Balata”.
Empiezo a
preguntarme si realmente nuestro amigo Nacho Carretero ha estado en Nablus,
ciudad que está precisamente en el área A, y por tanto no puede estar
“fuertemente vigilada por el ejército de Israel”. La seguridad
corre a cargo de la ANP desde 1995. Probablemente se trate de otra licencia literaria
como la de las lunas tintadas del Checkpoint de Belén. Lo que sí es cierto es
que el campo de Batala es “popular por su resistencia”. De hecho se trata del primer centro
de fabricación y logística de cohetes ilegales. Mismos que luego se lanzan contra civiles.
Pero
nuevamente, los refugiados acontecen en el vacío. Están ahí, y no se sabe por
qué. No se explica que las Naciones Unidas recomendaron la partición
del Mandato británico de Palestina en dos estados, que los palestinos rechazaron el
plan y se lanzaron a la guerra junto con el ejército de al menos cinco países
árabes (la guerra
árabe-israelí de 1948),
que los ejércitos árabes y los palestinos perdieron y que como consecuencia de
la guerra se generó el problema de los refugiados palestinos. Los que hemos
leído a los nuevos historiadores, tan preocupados por el tema, tan modernos y
tan de izquierdas, como Benny Morris, o incluso al radical Avi Shlaim, sabemos que no existió ningún plan por parte de
Israel para expulsar a la población palestina (de hecho, concedieron la
nacionalidad a los “abuelos” del millón y medio de árabes-israelíes que hoy
viven en Israel). Si alguien es responsable del problema son las naciones
árabes que se lanzaron a la guerra.
El lector se
preguntará legítimamente: ¿cómo es que sigue habiendo refugiados 60 años
después? Pues verá, es que los refugiados palestinos son especiales y
distintos. Son los únicos refugiados en el
mundo a los que la ONU les permite heredar el estatus de refugiados. En el caso concreto de Nablus, que está a unos 60
kilómetros de Jerusalén o de Tel Aviv, es el equivalente a que, por ejemplo, un
habitante de Alicante se hubiese visto forzado a mover su residencia a Murcia.
Hoy él, sus hijos y sus nietos tendrían estatus de refugiados y recibirían
ayudas de la ONU. Aunque estén asentados e integrados en Murcia desde hace
décadas. Israel es muy pequeño a pesar de la magnitud que le dan los medios.
Del tamaño de la Comunidad Valenciana. Por supuesto, nada dice el artículo sobre
los estados árabes que han acogido refugiados palestinos y se han negado
durante 60 años a concederles la nacionalidad (salvo Jordania). Tampoco sobre
el éxodo de más de 800.000
judíos que tuvieron que abandonar sus casas en el mundo musulmán y que hoy están perfectamente integrados en Israel.
Da igual que
un informe de
Abril de 2011 del Banco Mundial
diga claramente que los habitantes de Cisjordania tienen mejor sanidad y
educación que sus vecinos de los países árabes. O que no haya diferencia
apreciable entre el campo de Balata y cualquier suburbio de Amán. Lo que importa
es dar pena, cueste lo que cueste.
Etc.
Llegados
a este punto quiero aclarar que, imagino, que tanto Nacho Carretero como yo
creemos en una solución negociada del conflicto con dos estados para dos
pueblos, con la línea de armisticio de 1948 como punto de partida para las
negociaciones (las mal llamadas fronteras del
67). Que
lamentamos profundamente la situación de los habitantes de Cisjordania y que
deseamos que, cuanto antes, se alcance un acuerdo de paz definitivo para la
región. Pero la manera de lograrlo es lo que cuenta.
Hay un capítulo de la novena temporada de Los Simpsons en que Lisa y
Bart presentan un telenoticias infantil. Mientras Lisa se ocupa de las noticias
importantes bajo estrictos criterios periodísticos, Bart, siguiendo el consejo
de Kent Brockman, decide “contar historias de interés humano”. El espacio de Bart, melodramático, emocional
y manipulador, triunfa, pero la cosa se le va de las manos y sus “historias” se
vuelven contra él. Bart aprende la lección. Parece que nosotros no la hemos
aprendido todavía.